Las mujeres
ataviadas de oscuro con rebozos de luto, abrumadas por el agridulce calor y
consoladas por el canto de la costa rezan con voces salpicadas de fe por el eterno
descanso del alma del difunto que está tendido sobre una cama de madera.
Los niños, indiferentes al dolor de muerto, juegan
a espiar entre las enaguas campesinas melancólicas por el tiempo. Son rostros
atemporales, inexpresivos sin más semántica que resignación sin más pretensión
que tiento para atemperar la vida y
aceptar la muerte.
La
mujer de negro, oculta entre las sombras y el estoraque, postrada ante el
féretro, con la mirada clavada en el piso de tierra y un rosario en la mano,
reza una plegaria por las almas del purgatorio, dales el descanso eterno.
La
gente llegó de toda la costa chiapaneca, desde Tonalá hasta la bella Huixtla y
por supuesto de la Polka, y confortaban con palabras tímidas a los deudos
quienes lloraban en los hombros que les consolaban. Como es costumbre en mi tierra, se convidaron tamalitos untados(1)
y café con pan, un fuertecito para la hombrada, mistela para las mujeres y Coca
Cola para los chilpayates. Todos percibían el olor y el sabor de rancho.
Al
cobijo de la enramada se colocaron mesas y bancas largas, pues la casita que
era tan pequeña que resultaba insuficiente para dar cabida a todos, apenas un
corredor con tres habitaciones y una de ellas fue el cuarto de don Constantino
donde ahora reposan su machete, su rifle, su retorcido sombrero de palma, su
radio de transistores y la sal para las vacas.
Los
hombres, se habían “reempujado” media docena de tragos de aguardiente y jugaban
barajas españolas en un respetuoso silencio. Junto a la cocina, en el corredor,
los músicos interpretaban las melodías preferidas de don Constantino: “Adiós
muchachos compañeros de mi vida, barra querida de aquellos tiempos. Me toca a
mí hoy emprender la retirada…”, o aquella otra que cantaba Pedro Infante:
“Muere el sol en los montes, con la luz que agoniza, pues la vida en su prisa,
nos conduce a morir ……”. Los acordes suaves de la marimba aderezadas con
lamentos y reclamos potenciaban la pena de todos los que ahí estábamos
presentes, pues solo quién no ha perdido un ser querido no puede comprender el
dolor que se padece. Las lágrimas resbalaban sobre la madera desnuda del
féretro, mezclándose con las motas de polvo que flotaban atrapadas en un rayo
de sol que se filtraba por una teja rota del techo.
De rato
en rato escuchábamos un triste lamento, cuestionando - ¡Por qué Señor, por qué! - Todos
comprendíamos el intenso sufrimiento del remordimiento contenido, porque el
dolor más grande no es por la pérdida del ser querido, sino del
arrepentimiento. Pero, dicen que para que el alma descanse hay que dejarla que
se vaya, se vaya en paz pues no debemos detenerlas con plegarias o sentimientos
de tristeza. Don Constantino fue un hombre muy apreciado y todos llorábamos su
muerte.
Ciertamente
pudo ser error médico o quizás la tristeza, pero para el caso era lo mismo, don
Constantino, aquel hombre talludo y correoso como una raíz, se fue consumiendo
hasta los huesos apagándose despacito. Murió a la edad de setenta y seis años,
sin decir una palabra, con la mirada triste, con lágrimas escurriendo en sus
mejillas de parafina. Sólo el suave estertor anunció el final. El alma se
desprendió poco a poco del cuerpo y entonces esa partícula de vida con plena
conciencia partió hacia la niebla de lo desconocido, dejando al cuerpo físico derrotado.
Don
Constantino vivió cincuenta y ocho años en su rancho San Uriel, como el
arcángel que significa fuego de Dios, a tiro de piedra del estero, cerquita de
la Polka, en la costa chiapaneca. Ahí, en la casita de ladrillo y techos de
teja que él mismo construyó con sus manos encallecidas por la tierra, la tierra
fertilizada por el sudor de su frente, donde nacieron y crecieron sus hijos. Aunque
llevó una vida a destajo, siempre se consideró hombre afortunado, como el mismo
contaba, pues la vida le había dado mucho, pues vivir en la libertad del campo,
comer lo cultivado, saborear la taberna que acunaba en los palos de coyol y
beber del pozo de agua dulce condimentada por las raíces de los árboles que le
daban sombra, ¿que más podía desear?, más que vivir rodeado de quienes le
amaban y de sus vacas, gallinas, de su perro tortillero y por supuesto, de
jolote su viejo caballo.
Al
atardecer, a la hora de la prima, la familia permaneció en la casita de San
Uriel, como si estar ahí, rodeados de las cosas del viejo, les reconfortara la
pena. Las conversaciones giraban en torno de él. La herencia de sus firmes facciones
se dibujaba en los rostros de su descendencia.
Cuando
la noche se hizo tarde y el día temprano, se fueron a dormir. Los cuerpos
abatidos por el dolor, reclamaban descanso. Se colocaron los pabellones, se
atrancaron puertas y ventanas y los quinqués se apagaron, solo quedó con ellos
el olor al petróleo quemado de los pavilos. Allá en el potrero, se escuchaba el
mugido sosegado de una vaca llamando a su chivo, como le dicen en mi tierra a
los becerros, mientras la luna detrás de la piedra de Bernal, vigilaba a San
Uriel.
A las
tres de la madrugada, todos despertamos alarmados. Las mujeres prendieron los
quinqués de petróleo, los hombres tomaron los machetes, los niños lloraron y la
chuchada ladraba. Fue un grito de terror que parecía venir del potrerito donde
marcaban los chivos, debajo del árbol de cedro, al otro lado del camino. Fue
entonces que alguien advirtió que Adelfo no estaba. ¡Era él quien gritaba! Los
hombres se desperdigaron por el monte. Lo llamaban en la oscuridad con voces
fuertes, como es costumbre en el campo: ¡Eaaaa!... ¡Compadreeeee!...
¡Cuñadoooo!... Peinaron la loma, hasta el arroyo de San Pedro, al
norte, y la piedra de Bernal al sur,
pero no lo hallaron.
Cuando
amaneció por fin encontraron al hombre recostado en un poste de hormiguillo,
parecía ido, sus hombros se estremecían. Los pies tenían profundos cortes por
el filo de las piedras, todo revolcado, como si un toro lo hubiese correteado.
Lo trajeron a la casa, le dieron un cafecito caliente y luego un trancazo de
trago, solo así reaccionó Adelfo y pudo contar a sus cuñados lo ocurrido. ¿Qué fue
lo que les dijo?, nadie lo supo, será por consideración o incredulidad, pero el
asunto quedó entre ellos. Los demás solo escuchábamos que decían: ¡Te salvaste
compadre!... ¡POR UN PELITO COMPADRE!…
Saúl Trejo
1 comentario:
Me da gusto que haya personas que gusten de escribir para el deleite de quienes gozan de la lectura, deseo que este blog tenga muchas visitas, ya que cuenta con excelente material de lectura. Enhorabuena a los escritores y al creador de este Blog.
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