miércoles, 13 de noviembre de 2013

Por un pelito compadre

Las mujeres ataviadas de oscuro con rebozos de luto, abrumadas por el agridulce calor y consoladas por el canto de la costa rezan con voces salpicadas de fe por el eterno descanso del alma del difunto que está tendido sobre una cama de madera.
Los niños, indiferentes al dolor de muerto, juegan a espiar entre las enaguas campesinas melancólicas por el tiempo. Son rostros atemporales, inexpresivos sin más semántica que resignación sin más pretensión que tiento para atemperar la vida y aceptar la muerte.
La mujer de negro, oculta entre las sombras y el estoraque, postrada ante el féretro, con la mirada clavada en el piso de tierra y un rosario en la mano, reza una plegaria por las almas del purgatorio, dales el descanso eterno.
La gente llegó de toda la costa chiapaneca, desde Tonalá hasta la bella Huixtla y por supuesto de la Polka, y confortaban con palabras tímidas a los deudos quienes lloraban en los hombros que les consolaban. Como es costumbre en mi tierra, se convidaron tamalitos untados(1) y café con pan, un fuertecito para la hombrada, mistela para las mujeres y Coca Cola para los chilpayates. Todos percibían el olor y el sabor de rancho.
Al cobijo de la enramada se colocaron mesas y bancas largas, pues la casita que era tan pequeña que resultaba insuficiente para dar cabida a todos, apenas un corredor con tres habitaciones y una de ellas fue el cuarto de don Constantino donde ahora reposan su machete, su rifle, su retorcido sombrero de palma, su radio de transistores y la sal para las vacas.
Los hombres, se habían “reempujado” media docena de tragos de aguardiente y jugaban barajas españolas en un respetuoso silencio. Junto a la cocina, en el corredor, los músicos interpretaban las melodías preferidas de don Constantino: “Adiós muchachos compañeros de mi vida, barra querida de aquellos tiempos. Me toca a mí hoy emprender la retirada…”, o aquella otra que cantaba Pedro Infante: “Muere el sol en los montes, con la luz que agoniza, pues la vida en su prisa, nos conduce a morir ……”. Los acordes suaves de la marimba aderezadas con lamentos y reclamos potenciaban la pena de todos los que ahí estábamos presentes, pues solo quién no ha perdido un ser querido no puede comprender el dolor que se padece. Las lágrimas resbalaban sobre la madera desnuda del féretro, mezclándose con las motas de polvo que flotaban atrapadas en un rayo de sol que se filtraba por una teja rota del techo.
De rato en rato escuchábamos un triste lamento, cuestionando - ¡Por qué Señor, por qué! - Todos comprendíamos el intenso sufrimiento del remordimiento contenido, porque el dolor más grande no es por la pérdida del ser querido, sino del arrepentimiento. Pero, dicen que para que el alma descanse hay que dejarla que se vaya, se vaya en paz pues no debemos detenerlas con plegarias o sentimientos de tristeza. Don Constantino fue un hombre muy apreciado y todos llorábamos su muerte.
Ciertamente pudo ser error médico o quizás la tristeza, pero para el caso era lo mismo, don Constantino, aquel hombre talludo y correoso como una raíz, se fue consumiendo hasta los huesos apagándose despacito. Murió a la edad de setenta y seis años, sin decir una palabra, con la mirada triste, con lágrimas escurriendo en sus mejillas de parafina. Sólo el suave estertor anunció el final. El alma se desprendió poco a poco del cuerpo y entonces esa partícula de vida con plena conciencia partió hacia la niebla de lo desconocido, dejando al cuerpo físico derrotado.
Don Constantino vivió cincuenta y ocho años en su rancho San Uriel, como el arcángel que significa fuego de Dios, a tiro de piedra del estero, cerquita de la Polka, en la costa chiapaneca. Ahí, en la casita de ladrillo y techos de teja que él mismo construyó con sus manos encallecidas por la tierra, la tierra fertilizada por el sudor de su frente, donde nacieron y crecieron sus hijos. Aunque llevó una vida a destajo, siempre se consideró hombre afortunado, como el mismo contaba, pues la vida le había dado mucho, pues vivir en la libertad del campo, comer lo cultivado, saborear la taberna que acunaba en los palos de coyol y beber del pozo de agua dulce condimentada por las raíces de los árboles que le daban sombra, ¿que más podía desear?, más que vivir rodeado de quienes le amaban y de sus vacas, gallinas, de su perro tortillero y por supuesto, de jolote su viejo caballo.
Al atardecer, a la hora de la prima, la familia permaneció en la casita de San Uriel, como si estar ahí, rodeados de las cosas del viejo, les reconfortara la pena. Las conversaciones giraban en torno de él. La herencia de sus firmes facciones se dibujaba en los rostros de su descendencia.
Cuando la noche se hizo tarde y el día temprano, se fueron a dormir. Los cuerpos abatidos por el dolor, reclamaban descanso. Se colocaron los pabellones, se atrancaron puertas y ventanas y los quinqués se apagaron, solo quedó con ellos el olor al petróleo quemado de los pavilos. Allá en el potrero, se escuchaba el mugido sosegado de una vaca llamando a su chivo, como le dicen en mi tierra a los becerros, mientras la luna detrás de la piedra de Bernal, vigilaba a San Uriel.
A las tres de la madrugada, todos despertamos alarmados. Las mujeres prendieron los quinqués de petróleo, los hombres tomaron los machetes, los niños lloraron y la chuchada ladraba. Fue un grito de terror que parecía venir del potrerito donde marcaban los chivos, debajo del árbol de cedro, al otro lado del camino. Fue entonces que alguien advirtió que Adelfo no estaba. ¡Era él quien gritaba! Los hombres se desperdigaron por el monte. Lo llamaban en la oscuridad con voces fuertes, como es costumbre en el campo: ¡Eaaaa!... ¡Compadreeeee!... ¡Cuñadoooo!... Peinaron  la loma, hasta el arroyo de San Pedro, al norte, y  la piedra de Bernal al sur, pero no lo hallaron.
Cuando amaneció por fin encontraron al hombre recostado en un poste de hormiguillo, parecía ido, sus hombros se estremecían. Los pies tenían profundos cortes por el filo de las piedras, todo revolcado, como si un toro lo hubiese correteado. Lo trajeron a la casa, le dieron un cafecito caliente y luego un trancazo de trago, solo así reaccionó Adelfo y pudo contar a sus cuñados lo ocurrido. ¿Qué fue lo que les dijo?, nadie lo supo, será por consideración o incredulidad, pero el asunto quedó entre ellos. Los demás solo escuchábamos que decían: ¡Te salvaste compadre!... ¡POR UN PELITO COMPADRE!…


Saúl Trejo

1 comentario:

marietta dijo...

Me da gusto que haya personas que gusten de escribir para el deleite de quienes gozan de la lectura, deseo que este blog tenga muchas visitas, ya que cuenta con excelente material de lectura. Enhorabuena a los escritores y al creador de este Blog.